De todas las veces que había aterrizado allí, ya no recordaba muy bien cuántas, aquella mañana era la que presentaba un mejor aspecto. Había comenzado a amanecer y, a pesar de que ya estaban cerca las primeras nieves, el sol irradiaba una espléndida luz sobre el inmenso Moscú.
Todas y cada una de las ocasiones que había tenido oportunidad de desplazarme hasta allí, quizás pocas para su gusto, lo había hecho sin dudarlo. Y es que, para un ajedrecista, jugar en Rusia tenia un significado especial. Era como peregrinar a Santiago de Compostela para un cristiano o, un suponer, irse a Waimea en el caso de que a uno le guste el surf. Para él, cuya pasión era el juego de las 64 casillas, encontrarse en Moscú suponía algo especial, difícil de expresar con palabras pues Moscú era la capital del ajedrez. Y eso que la última vez que había estado allí se había marchado con un mal sabor de boca.
Sobrevolaba el aeropuerto internacional de la ciudad rusa y recordaba, con plena nitidez, las últimas veces que había pasado por similar situación. Sin embargo, ésta iba a ser diferente a las demás.
Había tratado de localizar en varias ocasiones a Natascha, su dulce Natascha, pero las comunicaciones telefónicas por aquellas tierras distaban mucho de ser las correctas y, mucho menos, las deseables. Bien era cierto que lo había dejado para los últimos días y la razón no era otra que sus relaciones no habían quedado como habría sido de desear. Recordaba también aquella despedida en el mismo sitio donde estaría pocos minutos después, con buenas palabras, besos y frases cariñosas, intenciones de escribirse a menudo y volver a verse lo antes posible, pero, si bien resulta fácil engañarse con esos lenguajes, resulta casi imposible lograrlo con la mirada.
Natascha y él habían pasado juntos muchas horas, muchas noches de amor, de pasión, sin pedirse nada a cambio. Pero la última vez había sido diferente a las demás. Ella no habría querido despedirse nunca y, en el fondo, él tampoco. Sin embargo, la valentía que un ajedrecista, él mismo, demostraba cada vez que debía pasar por un desaforado ataque al enroque, no había sido capaz de demostrarla en la vida real, una partida mucho más complicada que la que se juega sobre un tablero de ajedrez. Cuando llegó el momento de la verdad, aquel Gran Maestro de Caissa no tuvo los arrestos suficientes para aceptar el compromiso y aquel miedo se reflejó en sus ojos, en sus actos quizás, y ella comprendió perfectamente la situación.
Para un ajedrecista profesional, que pasa buena parte del año de aeropuerto en aeropuerto, de torneo en torneo, no deja de ser todo un problema el mantener una relación estable, El espíritu bohemio que había llevado a Enrique a dedicarse al ajedrez le convertía en algo así como un marinero, que disfruta, de un amor en cada puerto. Pero esto, como todo en la vida, también tenia su fin. Su cabeza daba vueltas, como un loco tiovivo, desde las últimas semanas hasta tal punto que había dejado pasar una buena oportunidad de ganar el Internacional de Mar del Plata, en Buenos Aires, ciudad desde la que ahora viajaba. La proximidad de su nuevo viaje a Moscú le había comido el coco, como se decía popularmente, y el recuerdo de Nataliuska, como él la llamaba cariñosamente, no le había dejado concentrarse adecuadamente en las últimas partidas del torneo. De hecho, en la última confrontación que había mantenido en tierras porteñas con Artur Yusúpov, había jugado de forma lamentable.
Ante la inminencia de su viaje a Moscú, se había pasado la noche anterior pensando en qué postura adoptar con Natascha, en lugar de preparar como es debido un esquema sólido contra el Sistema London, una apertura que el Gran Maestro ex soviético estaba utilizando en las últimas fechas, y con muy buenos resultados. Sin embargo, aunque sus manos traían y llevaban las piezas de un lado al otro del tablero y buscaba alguna idea sibilina en un ordenador portátil que se había convertido en su otro yo recientemente, su cabeza estaba en otro sitio, en un lugar mucho más lejano que su mesa de trabajo. Mientras él estaba a orillas del Río de la Plata, su mente se hallaba en el delta del Neva, el río sobre el que se asentaba Leningrado, antes y ahora San Petesburgo, la hermosa ciudad en la que había tenido el valor de confesar su amor a la mujer que en esos momentos ocupaba su corazón. Su corazón y buena parte de sus neuronas, de sus pequeñas células grises, corno diría su admirada Agatha Christie por boca del celebérrimo Hercules Poirot.
Y aquella noche fue decisiva para dos cosas. La primera, para dar el primer paso de su derrota frente a Yusúpov y, la segunda, para acumular la gallardía suficiente para dar el paso decisivo con Natascha, para comprometerse con ella. Aquel mal año ajedrecístíco, en el que había sufrido un notable descenso en la calidad de sus resultados, no cabía achacárselo a su edad, pues a sus treinta y tres diciembres, ya casi treinta y cuatro, sus facultades mentales de cálculo y análisis se encontraban aún a un buen nivel. El bajón radicaba en su deficiente concentración pues, de repente, cuando se encontraba estudiando, y también jugando, aparecía ante sí, ante su imaginación, por supuesto, la imagen de Natascha, de su dulce Natascha. Había valorado la situación una y otra vez y había llegado a la conclusión de que, aunque siempre había tratado de evitarlo, se había enamorado. Por ello, Enrique tomó esa noche una decisión. La llamaría y le diría que se habían terminado los juegos, que estaba dispuesto a llevarla con él a su Asturias natal y vivir con ella, incluso a casarse si ella quería. Incluso a casarse, se repetía, mientras venían a su mente todas aquellas veces, bueno, todas era imposible, en las que había dicho que el matrimonio no estaba inventado para él.
Sacar a Natascha de Rusia no le iba a resultar difícil. La situación política, al menos a ese respecto, había cambiado mucho en pocos años y, además, él tenía amistades en Moscú. Después de ponderar todos los aspectos con su mentalidad de ajedrecista, había llegado a la conclusión de que todo aquello era viable y de que las posibilidades de éxito no eran pocas. Esa noche fue incapaz de encontrar algo molesto para Yusúpov, pero decidió la estrategia para acometer el medio juego más complicado y apasionado de su vida. Por fin había dispuesto las fuerzas necesarias para afrontar esa decisiva partida que, un día u otro, en el fondo siempre lo supo, tendría que llegar.
Todo esto inundaba su mente en aquel instante. Tan imbuido estaba en sus cavilaciones, que no se había dado cuenta que la azafata luchaba por cerrarle el pequeño ordenador y subirle la mesilla de viaje, al objeto de cumplir la normativa internacional de aviación. Estaban a punto de aterrizar.
Los trámites habituales en la aduana se desarrollaron sin complicaciones y con una rapidez envidiable. Hacia algún tiempo que contaba con un visado indefinido y ese papel agilizaba mucho los trámites, aunque propiciaba unas miradas más intensas de los miembros de la militzia, que debían preguntarse «¿quién será este tipo?»
El traslado al hotel fue también rápido y, una vez más, sentía la sensación de estar en la capital de] ajedrez. Tras colocar debidamente sus objetos personales en la habitación, decidió reproducir algunas partidas de los rivales con los que jugaría próximamente, antes de efectuar unas llamadas telefónicas, Aún era temprano.
El contacto con las piezas tenía para él un féeling especial allí. Muy cerca de donde se encontraba habían tenido lugar muchas de las mejores partidas de ajedrez de la historia, y eso le motivaba aun más de lo normal. Mientras analizaba aspectos técnicos de sus oponentes en aquel torneo, que haría honor a la memoria del gran Aliejin, el sonido del teléfono le sacó de sus trascendentales meditaciones. Era Gurévich, el secretario de Botvinik en la Escuela Superior de Ajedrez de Moscú, gran amigo suyo, que sabia de su llegada, ya que era él quien le había enviado el billete y la invitación al memorial.
Enrique y Gurévich hablaron algunos minutos y el ruso quedó en pasar por su hotel. Quedaron en verse en el restaurante y así poder desayunarse juntos, No había pasado media hora y Gurévich, que era tocayo suyo, pues respondía al nombre de Guennadi, que en ruso significa Enrique, hacía su entrada en el comedor.
-Moi drug, kak dilá- pronunció el asturiano lo mejor que pudo.
-Jarasó, ochin jarasó- respondió Gurévich entre risas. Veo que tu ruso sigue progresando a pasos agigantados.
-No lo creas, ya se me ha olvidado buena parte de lo que me ensañaste las otras veces que estuve aquí. Pero ahora tendremos unos días para avanzar algo más en la lengua de Dostoievski.
Los dos se sentaron a la mesa y se enzarzaron en animada conversación, ya que Gurévich dominaba, entre otros idiomas, el castellano. Mientras daban buena cuenta de la mantequilla y la mermelada, untaba en pan blanco o negro a discreción. Una vez que ya habían devorado un buen tazón de bors caliente, Gurévich le contó que la situación del ajedrez iba a peor, pues el Estado no tenía dinero para mantener su estructura de escuelas por todo el país. Además, por si esto fuera poco preocupante para los ajedrecistas, en las últimas semanas la situación política se había agravado ostensiblemente.
Yeltsin se hacía fuerte desde el Kremlin contra las decisiones del Parlamento, desde donde Jasbulátov y los suyos pretendían hacer valer sus pretensiones. Los expertos en jurisprudencia repartían sus opiniones entre los dos bandos, dependiendo tan sólo de sus intereses personales y procurando guardar la ropa lo mejor posible, pues ya había quien clamaba pro la intervención militar y, ya se sabe, cuando hay posibilidades de escuchar el ruido de los sables, las cosas se complican y la mayoría de las bocas se quedan pequeñas. Y especialmente cuando, además, se trata del Ejército Rojo, que ha demostrado, no pocas veces, que no se anda con contemplaciones.
Una vez puesto al corriente de las noticias más recientes, nada tranquilizadoras, por otra parte, Enrique le puso al cabo de las suyas, de sus meditaciones en tomo a Natascha y su relación con ella en los meses anteriores, a través de cartas cada vez más frías o, por decirlo de forma correcta, más desesperanzadas por parte de su amante, Enrique le confirmó que aquella vez venía dispuesto a secuestrar a una ciudadana rusa, lo que Gurévich recibió entre sonrisas y signos de comprensión.
-Ya sabia que eso terminaría en boda. Se dice así, ¿verdad?
-Sí. Se dice así. Pero, ¿por qué lo suponías?
- Porque las miradas no engañan, moi drug.
Los dos abandonaron el hotel y se encaminaron hacia la Casa de los Sindicatos, en cuyos impresionantes salones se iba a disputar la competición. Enrique ya los conocía de otras ocasiones, la primera cuando acudió a ver una parte de la final del Campeonato del Mundo entre Anatoli Kárpov y Gari Kaspárov, hacia ya nueve años, pero seguía quedando impresionado ante tanta belleza, especialmente por sus techos, que eran los que más le llamaban la atención. Una vez que llegaron a la Sala de las Columnas se encontraron con varias personas, sin duda miembros de la organización, que movían mesas y sillas de un lugar a otro con la intención de aprovechar lo mejor posible la luz de la estancia.
Uno de ellos, que parecía mandar sobre los demás, tenía en sus manos un gran papel, como un enorme plano, y daba órdenes acerca de algunas cosas que Enrique no comprendía muy bien. Otros colocaban piezas en los tableros y no faltaban los que disponían correctamente los relojes. Tan sólo se oía la voz de aquel hombre en medio del impresionante salón, una voz que le resultaba familiar. No tardó en darse cuenta, una vez que hubo recorrido algunos metros, que su sentido auditivo no le había engañado, por lo que, en voz alta, dijo:
- ¡Cortina!
El hombre se dio medía vuelta al instante y, con una franca sonrisa en sus labios, contestó:
-¡Mío amico!
Se trataba de Yuri Gasánov, un excelente árbitro internacional que, según le dijo posteriormente, seria el árbitro principal de aquel certamen. Había conocido a Gasánov hacia algún tiempo, durante la Copa del Mundo que se había disputado en Palma de Mallorca, llegando a alcanzar una buena amistad con él, toda la buena amistad que se puede lograr en tres semanas de competición, por supuesto. Enrique había empezado a llamarle «cortina» con algo de sorna, característica peculiar de su carácter, porque el árbitro le hacía mover los visillos de la sala según la posición del sol para impedir que éste molestase a su contrario y aquello siempre hacia sonreír al colegiado ruso.
Ambos avanzaron en la misma dirección y se fundieron en un cálido abrazo. Posteriormente, junto con Gurévich, los tres se fueron a tomar una taza de té, de chai, como decían por aquellas latitudes. Sin que nadie supiese muy bien la razón, la conversación derivó en la situación política. Gasánov se postraba aun más pesimista y preocupado que Gurévich, y no le faltaban razones para ello. Les contó que, el día anterior, un alto cargo del deporte en la Federación Rusa le había llamado para suspender la prueba y saber qué dificultades había para cursar la comunicación pertinente a todos los invitados, Gasánov le explicó que eso presentaba grandes problemas puesto que los ajedrecistas se hallaban desperdigados por todo el mundo, incluso varios ya se encontraban en Moscú.
Tras ponderar diversos aspectos y también que anular o aplazar el torneo, que tenía una repercusión mundial, significaba a su vez el reconocimiento implícito de la gravedad de la situación, decidieron no actuar y confiar en que el conflicto entre el Kremlin y el Parlamento no terminase como el rosario de la Aurora.
De todas formas, Gasánov no las tenia todas consigo. La manifestación que los procomunistas habían convocado dos días antes en la plaza Manez1i dejó como recuerdo decenas de heridos. Las fuerzas antidisturbios de la policía se habían empleado con contundencia y su actitud dio pie a fuertes criticas de Jasbulátov, presidente del Parlamento y enemigo número uno de Yeltsin
El centro de Moscú estaba tomado literalmente por el ejército y Enrique, Gurévich y Gasánov tuvieron que pasar tres controles de identificación hasta llegar al Restaurante Praga, que estaba en la misma esquina de la famosa calle Arbat. Allí habla reservado Enrique una mesa para comer pocas horas antes, mediante una llamada telefónica a Octavio, un camarero que trabajaba allí. Octavio era de Oviedo y él de Gijón, o sea, que mantenían irreconciliables diferencias chauvinistas acerca de la bondad y calidad de sus ciudades de nacimiento, pero esas divergencias quedaban olvidadas en la distancia.
En el salón principal del restaurante dieron buena cuenta de las excelencias de la cocina rusa, de sus platos típicos. Donde se encontraban era uno de los escasos lugares en los que paladear el mejor caviar o degustar una fantástica ternera, regados ambos por excelentes caldos elaborados en la Península de Crimea, era tarea habitual sin falta de encomendarse a las amistades, cosa nada baladí en la antigua patria de los zares por aquel entonces. Por eso, Enrique había dejado mesa encargada para todos los días de su estancia allí, entre otras razones, pues también incidía, por supuesto, que en ese mismo salón había disfrutado no pocas noches con Natascha, a quien había tratado de localizar telefónicamente sin éxito esa misma mañana. La causa de su problema radicaba en que ella era guía e intérprete, por lo que su trabajo le obligaba a pasar temporadas fuera de Moscú. Pero aunque no la había visto ni oído, podía sentir su presencia allí.
Por la tarde, mientras sus dos amigos cumplían con sus obligaciones laborales, Enrique fue a la sede de Sputnik, agencia para la que Natascha trabajaba, en la que le informaron que se encontraba en San Petersburgo sirviendo de intérprete a un grupo de empresarios españoles. Afortunadamente, la visita debía durar hasta el día siguiente, por lo que tan sólo faltaban dos o tres días para poder volver a verla.
Después de cenar, como no podía ser menos, cumplió con la tradición en uno de los salones del Hotel Cosmos, donde sus amigos habían organizado una juerga para todos los ajedrecistas que ya se encontraban en Moscú. El folclore ruso, que le ponía la piel de gallina, envolvía el ambiente ante el verdadero protagonista, el vodka. Y, como solía ser norma en estas fiestas de bienvenida, la moderación en el beber no fue su fuerte, por lo que a la mañana siguiente se despertó con una notable resaca.
Debido a que estaba en la víspera del comienzo del torneo, pasó toda la mañana en su habitación dosificándose vitamina B para diluir los efectos alcohólicos y poniendo orden en su cabeza. Enrique se puso a estudiar un poco de ajedrez, mirar algunas partidas y preparar ciertas aperturas que al día siguiente podría tener que utilizar. Ya cerca de la hora de la comida, le llamó Gurévich y le puso al tanto de esa misma mañana. Mientras él dormía, Yeltsin había disuelto el Parlamento mediante un decretazo, los diputados le habían recusado como presidente por vulnerar la Constitución y se habían encerrado en la Cámara. Tropas favorables al inquilino del Kremlín acordonaban la zona, en fin, que se había armado un desaguisado de tal calibre que no se arrepentía en absoluto de no haber salido de la cama. Su amigo, finalmente, le recomendó no salir del hotel, ya que no estaba el horno para bollos y, tras procesar toda aquella información, decidió seguir su consejo a pie juntillas.
La mayor parte de la tarde se enfrascó en una transposición en el orden de jugadas del Gambito de Dama, que ya había estudiado anteriormente en varias ocasiones, pero que nunca se había decidido a jugar en torneo. El nudo gordiano de la cuestión radicaba en evitar la ruptura del negro en la Defensa Ortodoxa, que era la clave para evitar la liberación de sus piezas. Pero él había visto una posibilidad complementaria, que no era otra que presionar aún más el peón dama negro, con lo que podía conseguir los mismos objetivos, pero por otro camino.
Una vez realizados no pocos análisis, llegó a la conclusión de que la trampa servía, aunque le quedaba la duda de por qué nadie lo había jugado nunca. Era que él estaba obcecado y se le escapaba algo obvio o, por el contrario, que los demás habían dejado escapar esa alternativa por el hábito de jugar mecánicamente los primeros movimientos. De todas formas, acertado o equivocado, tomó la decisión de colocarle su preparación casera al primero que le plantease la Ortodoxa.
Una vez resueltas sus divagaciones sobre este trascendental problema de estado, se dejó caer sobre la cama mientras restregaba el dorso de sus manos sobre los párpados. Aquellas dichosas pantallas de los ordenadores le dejaban los ojos peor que si hubiese recibido una paliza, pero, qué se le iba a hacer, había que aprender a sufrir también los avances de la ciencia y lo cierto es que aquel aparato le ahorraba muchas horas de trabajo.
Mientras estaba absorto en estos pensamientos, dándose por vencido frente a la nueva tecnología, él, que siempre decía pertenecer a la generación de la máquina de escribir, sintió un pequeño sobresalto. Era el sonido de¡ teléfono y de él salía la voz de Gurévich. Lo que le contó fue lo que en realidad le alteró:
-Enrique, no te muevas del hotel bajo ningún concepto, Dos divisiones de la Brigada Acorazada Tamanskaya están entrando en Moscú. La situación ha empeorado notablemente en las últimas horas y la calle no es segura. Las discrepancias entre ambos bandos son irreconciliables y cualquier cosa puede suceder.
-Pero bueno, Guennadi, piensas que puede correr la sangre por culpa de esos dos idiotas. ¿Qué dice el ejército? ¿A quién apoya?
-Todo parece indicar que está del lado de Yeltsin, pero hay quien asegura que también vienen hacia aquí tropas favorables al Parlamento. Nadie sabe con certeza qué puede ocurrir, dependerá de las alianzas de última hora. Yeltsin dice que no pasa nada y que es sólo cuestión de horas que los diputados reconozcan su derrota y salgan de su encierro, pero quién sabe. Aquí nada es seguro y el ejército aún no ha tomado partido claramente. Los militares esperan la reacción de la gente antes de actuar.
Ante semejante noticia, Enrique se quedó pensando en su habitación, Lo que más le fastidiaba de la situación era que quizás Natascha no pudiese estar en Moscú al día siguiente. Aquellos jodidos políticos podían estropearle una decisión que le había dado más rompederos de cabeza que toda la Ortodoxajunta.
Y se quedó pensando sobre todo aquello, sobre lo que podría ocurrir en las próximas horas y las repercusiones que tendría para sus intereses particulares. Lo peor era que él no podía hacer nada, sólo esperar, por lo que le invadió una sensación de impotencia que le transportó a los brazos de Morfeo aunque, por esa razón, su sueño no fue nada reparador.
Unas horas después, un sonoro cañonazo le hizo sentarse en la cama de un brinco. No era un sueño, pues al primero le siguieron otros varios, mezclados con ráfagas de metralleta. Vino a su cabeza aquél que dispararon Lenin y los suyos sobre el Palacio de Invierno desde el Aurora, cuando la Revolución de 1917, por lo que su preocupación se convirtió en temor. Su Excelencia sintió realmente confundido, sin saber qué hacer. Aquellos rusos ya le habían demostrado al mundo, en más de una ocasión, que no se andaban con paños calientes. A él le gustaba aquello de la guerra, pero de una forma simbólica, coño, no a cañonazos. Sin embargo, a aquellos rusos les encantaba de cualquiera de las formas.
Cogió el teléfono e intentó localizar a Gurévich. Por fortuna, aún estaba en su domicilio.
-Guennadi, estás oyendo los cañonazos.
-Por supuesto, se oyen en todo Moscú. Estaba a punto de llamarte.
-Había que hacer algo, al menos saber qué pasa.
-Voy a hacer algunas llamadas a los dirigentes. Ellos son los que tienen que tomar alguna medida acerca de vosotros. Por si acaso, vete preparando las maletas, es posible que quieran evacuar a los extranjeros.
Dos horas más tarde, dos horas interminables, Gurévich se puso en contacto con él.
-Desde arriba, ya sabes, me dicen que todo está controlado y que los disparos han sido para atemorizar a los parlamentarios más que para otra cosa. Ahora, todo es normal y ni siquiera se suspenderá el torneo. 0 sea, que las partidas darán comienzo a las cuatro, como estaba previsto.
-Están locos, como una cabra, Guennadi. Has de decirles a los de arriba, ya sabes, que les dejen un tablero libre para que Yeltsin y Jasbulátov diriman sus diferencias de forma civilizada. El que gana que se quede con el poder y el otro que se vaya al carajo.
-Y en caso de tablas, ¿qué hacemos, moi drug?
-En caso de tablas que nos den tiempo para salir de aquí, mi querido Guennadi, que uno no está para estos trotes.
-Sin embargo, aún te veo con agallas suficientes para otras batallas de gran peligrosidad, donde no suenan los tanques sino el corazón.
-Oye, bolchevique de los cojones, deja que cada palo aguante su vela. ¿Eh?
-Está bien, está bien -se oyó entre risas-. Has de saber, de todas formas, que se encuentra bien, aunque no ha podido viajar por motivos obvios, ya me entiendes.
-Te entiendo, muchas gracias. Te veré en la Casa de los Sindicatos.
Y, como si nada hubiera sucedido, Enrique llegó en un taxi a la sala de juego. Un montón de saludos, en lo que podría llamarse una simultánea de idiomas, y el comentario general de lo sucedido por la mañana, fueron la moneda de cambio entre todos los participantes. El olor a ajedrez hacia que todos se encontrasen más tranquilos en cuanto a la situación general, pero más excitados por la proximidad del combate, en este caso simbólico. Enrique les decía a un grupo de jugadores, en el que se encontraban varios rusos, que sus políticos deberían dilucidar sus diferencias frente a un tablero de ajedrez, como estaban ellos a punto de hacer. Todos sus contertulios apoyaron su teoría, aunque uno manifestó:
-Al final, el mejor acabaría ocupando el poder político. El hombre necesita poder.
-Lamentablemente, creo que tienes razón. Aunque no sería yo ese hombre, nunca me ha atraído ese tipo de poder.
-Pues a mí me gustaría tener una buena dacha.
-A ti, lo que te deberia preocupar es el misil que te voy a dedicar dentro de pocos minutos, ¿o es que no sabes que hoy nos toca jugar a nosotros dos?
-Pues no. Estaba tan ensimismado en el hotel con lo que estaba sucediendo que no se me ocurrió ni llamar para saber quién era mi contrario esta tarde,
-Tu verdugo, querrás decir -le apuntilló el asturiano a Klovans, un fuerte Gran Maestro ex soviético-, No te equivoques.
Klovans rió la ironía de Enrique, pues ya sabia de su carácter extravertido y dicharachero y, cuando estaban con estas y otras bromas típicas del comienzo de las partidas, se oyó la voz de Gasánov, el árbitro jefe, que intentaba poner orden en aquel gallinero
Tras requerir silencio a los jugadores, les invitó a ocupar sus lugares de juego. Tornó la palabra el viceministro de Deportes, un tal Alexánder Grámov, con quien Enrique había tenido sus más y su menos anos atrás, en la época dura, para tranquilizarles a todos sobre los sucesos político-bélicos del amanecer, Posteriormente, Gasánov anotó algunas cuestiones técnicas y, finalmente, hizo sonar el gong que indicaba el comienzo de la ronda, no sin antes desearles suerte a todos.
Enrique extendió la mano a su rival y ejecuto su primer movimiento, adelantando el peón de dama dos pasos, para pasar a buscar la mejor posición en la silla que le había correspondido. Al fin y al cabo, en ella iba a pasar las próximas horas, en medio de la más hermosa de las batallas, el ajedrez.
Según se iban sucediendo los movimientos, sobre el tablero se conformaba la Defensa Ortodoxa y Enrique comenzó a albergar las primeras esperanzas de victoria. El era un buen especialista en esa posición, a la que había dedicado muchas horas de trabajo para dominar su estrategia. Ahora, sólo le quedaba decidirse por su habitual ataque de minorías o si, en un exceso de valentía, intentaría probar suerte con su nuevo esquema.
Cuando llegó el momento, tras meditar unos minutos, dejó aparecer en el tablero la novedad que había estado preparando en el hotel. No podía ser de otra manera. Había viajado a Moscú para cambiar por completo su vida sentimental encima le recibían a cañonazos de los de verdad mientras esperaban el momento de sellar el propósito de compartir cama con la misma chica todas las noches y esto había que celebrarlo con un cambio en el repertorio, aunque le costase el punto.
La reacción de extrañeza de su contrario no se hizo esperar. Su rival le miró a los ojos e intuyó que allí habla gato encerrado, por lo que se sumió en una profunda reflexión.
Enrique se levantó sonriente como si acabase de colocar un buen par de banderillas. El lenguaje psicológico en ajedrez revestía gran importancia en los torneos magistrales y él era un buen conocedor de todos los trucos. Casi todos los latinos lo eran
No habían pasado unos minutos y ya media sala estaba al corriente de su novedad teórica.
-¿Eso es lo que has estado preparando ayer?
-Sí, aunque es ya una vieja idea. Me he decidido a jugarla hoy por si mañana ya no puedo,
-Bueno… No seas cagón. Tampoco ha sido para tanto.
-¿No? Los cañonazos esos no los olvidaré mientras viva. No sé si soy cagón o no, pero las he pasado putas Mi hotel está allí al lado y viniendo para aquí he visto varios charcos de sangre.
-Ahora parece que todo está controlado.
-Esa frase ya la he oído yo más veces y en casi todos los casos ha sido un compás de espera para algo peor.
-No, si ya digo yo que hoy estás de lo más pesimista.
-Es que estoy preparando el entierro de mi contrario -le dijo al cubano Nogueiras, su interlocutor.
Enrique se acercó al tablero nuevamente. Klovans seguía absorto frente a las piezas, inmóvil ante la nueva argucia. Se acercó a las otras mesas. Ubilava le estaba haciendo un torniquete a un joven maestro armenio y, algo más allá, Kárpov, con su clásico estilo boa constrictor, comenzaba a hacer lo propio con Minasián. Anand daba la sensación de que había comenzado dos horas antes que los demás y ya disfrutaba de clara ventaja frente a Makarichev. El hindú jugaba a una velocidad que no era normal, pero lo hacía de bien como muy pocos.
Se dio cuenta de que Klovans acababa de jugar y se sentó frente a sus piezas. La respuesta con la que se encontró estaba dentro del plan estipulado previamente, por lo que no empleó demasiado tiempo en contestar. La partida continuó así varias jugadas más.
Resultaba muy grato jugar una posición conocida y mucho más cuando era conocido sólo por uno mismo, mientras el contrario quema sus neuronas en la búsqueda de la mejor respuesta. El asturiano siguió imperturbable con sus preparaciones caseras y de su mente salía la pregunta: ¿Mira a ver si encuentras ahora la buena?
Era muy normal en él hablar consigo mismo para estimularse. Al fin y al cabo, la autosugestión o el autoenvalentonamiento no estaban prohibidos.
Ya bien entrados en el medio juego sucedió lo que suele pasar en estas situaciones. Klovans llevaba más de tres horas y media arrinconado, sufriendo en muy poco espacio, y decidió romper la posición en busca de liberar sus piezas. El resultado fue aún peor para él. Los profesionales solían llamar a esto la jugada nerviosa y Enrique no tardó mucho en hallar la refutación adecuada. Sus piezas entraron a saco en la estructura defensiva de Klovans y éste no tardó en abandonar más de media docena de movimientos.
Mientras se encontraban en la sala de análisis, junto a otros Grandes Maestros, comentando los entresijos de la partida y las bondades de la nueva alternativa que habla introducido Enrique, llegó Gurévich. Con ciertas prisas, el moscovita se dirigió a él directamente y le dijo:
-Enrique, tengo que hablar contigo en privado.
-Está bien, si me perdonáis…
Ambos salieron de la sala y, una vez fuera, el asturiano le inquirió sobre el origen de tantas prisas.
_Tropas leales al Parlamento se acercan a Moscú. Según todos los indicios, salvo un milagro de última hora, se va a liar una muy gorda. Nadie sabe con exactitud cuántos son, pero puede ser el comienzo de una guerra civil o, tal vez, la vuelta de los comunistas al poder. He de sacarte de aquí cuanto antes, esta misma noche. Después puede ser tarde, créeme.
-Pero bueno.. No sé que decirte. ¿Qué pasará con los demás, con el resto de jugadores? No me voy a ir solo.
-Sí. Te vendrás solo. No puedo resolver el problema de tanta gente en tan poco tiempo. De ellos se ocuparán los dirigentes del Consejo de Deportes. Están trabajando sobre ello o, al menos, eso espero. Pero tú debes salir de aquí ahora mismo. Te llevaré hasta San Petersburgo, desde allí hay muchas más posibilidades de salir del país, pues todos están pendientes de la capital.
Enrique asintió. La cuestión estaba clara y no era momento de dudar. Gurévich sabía mucho más que él de aquello y le ofrecía una buena oportunidad, pero sus ojos s fueron hacia la sala de juego, en la que mucha gente seguía jugando sin saber qué pasaba.
Gurévich sentenció:
-Vendrás tú solo. Los otros no tienen pronunciamientos políticos peligrosos como es tu caso y, suceda lo que suceda, no les pasará nada. Pero lo tuyo es diferente. Todavía el Pravda de hoy habla sobre tus diferencias con los tú ya sabes. No estás bien visto en algunas esferas, y puede ser peligroso que te quedes aquí si triunfan los comunistas.
Enrique asintió de nuevo. La lógica de Gurévich era absoluta y le miró a los ojos mientras habría las palmas de sus manos en señal inequívoca de que tenia toda la razón. El moscovita sonrió y le apretó los brazos mientras sonreía. Estaba feliz de que hubiese hecho caso de sus advertencias.
Enrique se dirigió al hotel y preparó las maletas con celeridad poco habitual en él. Nunca le había gustado salir corriendo de un sitio, pues le perseguía la sensación de haber olvidado algo, pero las circunstancias no dejaban lugar a otra alternativa. Al llegar al vestíbulo del hotel pudo ver de nuevo a Gurévich, que le esperaba fuera con un taxi. Una vez instalados debidamente, el típico Volga negro comenzó a moverse y Enrique preguntó:
-Bueno, ¿cuál es el plan?
-De momento, nos vamos al aeropuerto. De allí sale un avión dentro de unos cincuenta minutos que nos llevará San Petersburgo. Una vez allí, ya veremos; aún no lo sé con seguridad. Un amigo mío está realizando algunos trámites para ver cuál es la mejor solución. Enrique recordaba con cariño aquella bellísima ciudad. San Petersburgo aún era Leningrado cuando él la conoció por primera vez y guardaba muy buenos recuerdos de aquella acumulación de pequeños islotes en el delta del Neva con sus innumerables puentes y su estilo señorial, propio de la época zarista. Nadie podía extrañarse de que San Petersburgo hubiese sido la capital de un gran imperio; se lo merecía. Había que recordar, pensaba Enrique, que Pedro 1 había hecho algo bueno, aunque entonces venía a su mente la cantidad de vidas humanas que costó edificar aquella ciudad. El era de ideología socialista, no comunista, por lo que había mantenido no pocos rifirrafes con varios miembros de la antigua nomenklatura soviética, y estaba lejos de admitir las crueldades de los zares, pero con Pedro 1 sentía siempre una especie de debilidad. Quizás habría sido peor con muchos otros, pero había tenido la decencia de crear algo verdaderamente hermoso.
Mientras daba rienda suelta a estos pensamientos y sus recuerdos de Natascha, a quien había conocido allí, en San Petersburgo, casi transcurrió la totalidad del viaje.
Los trámites en el aeropuerto fueron vertiginosos, cosa poco habitual por aquellas latitudes, pero el que tiene padrino se bautiza y ése es un principio universal. Ya sentados en el avión, Enrique le dijo a su amigo:
-Guennadi, nunca te podré agradecer bastante todo esto. Estás corriendo un riesgo muy grande por mí.
_Siempre me has caído simpático y te tengo un gran aprecio, pero lo hago porque pienso que tú lo habrías hecho por mí.
-El sentimiento es mutuo, amigo bolchevique, pero yo no puedo estar seguro de que actuaría igual que tú. Espero que sí, que llegada una situación extrema como ésta, pudiera actuar con tu arrojo.
-Yo estoy seguro de que lo harías. Totalmente seguro.
Gurévich se recostó en el asiento y ambos guardaron silencio hasta aterrizar, Descendieron del avión y se fueron a la sala de espera, lugar donde el moscovita se dirigió a otra persona que ya estaba allí. Los dos hablaban en ruso y eso hacía que Enrique, que esperaba sentado a unos metros de ellos, no comprendiese nada, o casi nada, pues sólo algunas palabras sueltas no podían dar sentido a la conversación.
Esto le ponía aun más intranquilo y, como aquello duraba más de la cuenta y los dos hombres parecían no ponerse de acuerdo, se dirigió hacia ellos para preguntar sobre el curso de los acontecimientos.
-Enrique, las cosas suceden a gran velocidad. En Moscú, se están librando ya algunos combates y las autoridades rusas han emitido un decreto para que no salgan del país ciudadanos de la federación. Eso nos plantea ahora ciertos problemas, pues no se puede abandonar Rusia sin una autorización especial, aunque tú sí puedes.
- Guennadi, tú sabes que no me marcharé de aquí sin ella. Otra vez no, Seria demasiado. Quiero verla ya y decírselo personalmente.
-Natascha nos está esperando. Ella sólo quiere verte si es para quedarse contigo definitivamente, por lo que no hay problemas en ese sentido. Lo malo es que sólo hay una alternativa y es salir del país de forma ¡legal. Ella sólo puede salir de esa forma.
-Lo que me faltaba. Saldremos de forma ¡legal si no hay otro remedio, pero con ella.
Los tres hombres entraron en un coche y avanzaron en dirección al inmenso puerto de la ciudad. Al llegar a unos pantalanes, el coche frenó bruscamente y todos salieron del vehículo. El conductor fue hacia el maletero y el hombre desconocido guió a Enrique hasta un pesquero (esa impresión le dio a él), que se encontraba algo más allá. Al subir a bordo, Enrique se encontró con una figura que ya conocía a la perfección de tanto verla a todas horas cruzando sus pensamientos. Sus cabellos rubios y brillantes ojos azules hicieron que sus piernas se negaran a reaccionar. Sus ojos se clavaron en ella y todos sus sentidos parecían encontrarse en estado de emergencia.
-¡Natascha, por fin! Pensé que no te vería nunca.
-Yo también. Ha tenido que desatarse una revolución para volver a verte.
Enrique sonrió y avanzó hacia ella. Los dos se fundieron en un intenso abrazo. La mitad de sus problemas habían terminado. Ahora ya sólo quedaba salir de allí.
Bajaron a las dependencias del barco y sus ojos hablaban sin la intromisión de las palabras, aquellas odiosas palabras que tanto daño hacían en la mayoría de los casos. Ella ya estaba junto a él. El sueño de tantas noches se había hecho realidad, aunque el lugar no fuera el más indicado.
La voz del capitán le sacó de sus conjeturas y Gurévich, en funciones de traductor, le comunicó que debían pasar a los camarotes. En uno de ellos, pequeño donde los hubiera, se quedaba Natascha, la única mujer de la tripulación, que debía interpretar el papel de cocinera si algún barco militar les abordaba para efectuar las pertinentes identificaciones. El estaría en un camarote doble, sus maletas ya estaban allí, con otro miembro de la tripulación que aún no sabia quién era.
El capitán le dijo que no hablase en ningún momento si marinos de flota rusa subían a bordo a efectuar un registro. Todos dirían que era mudo, aunque no era muy probable que los acontecimientos llegasen a ese extremo. Después, le mandó cambiar sus ropas para que pareciera un auténtico marinero, y les explicó que el peligro que había en aquel viaje era superar sin problemas un enclave militar de Kronschad, el último bastión ruso entre San Petersburgo y las costas de Finlandia.
Enrique comenzó a rezar a su manera, pues era agnóstico convencido, para que todo saliese según el plan previsto. De otra forma, las complicaciones no tendrían parangón con la más compleja partida de ajedrez de todos los tiempos. Se dirigió a su habitáculo y dio comienzo el cambio de indumentaria mientras el capitán le daba las últimas instrucciones a Natascha, su dulce Natascha.
Qué lástima no poder estar juntos en el mismo camarote. Hubiese sido un buen comienzo, pero en estos casos la prudencia es buena consejera. A él le tocaría dormir con algún bigotudo lobo de mar. Pero, ¡qué importaba! Ya estaba cerca de su objetivo.
Cuando ya casi estaba cambiado, entró Gurévich en el departamento y comenzó a desnudarse. Enrique se quedó de piedra y atinó a preguntar:
-Guennadi… ¿Qué es lo que haces?
-Me cambio, ¿no lo ves? No te lo había dicho porque no lo tenía totalmente decidido, pero yo también me voy.
-¿Pero qué dices? ¿Tú también?
-Si. Mi situación dejaría de ser buena dentro de pocos meses en el mejor de los casos y, por otra parte, ya estoy harto de dictaduras. Enrique, aquí todos son fascistas en potencia.
El asturiano rió y le dio un abrazo. Ahora, pondrían a efecto su viejo plan para fundar una excelente escuela de ajedrez. Nadie mejor que Gurévich para dirigirla, con toda sus experiencia al frente del laboratorio de Botvinik durante tantos años.
-Siempre hay que afrontar situaciones nuevas cuando uno ya se encuentra a gusto en las que ya conoce, ¿eh, Guennadi? La vida se parece mucho a una partida de ajedrez. ¿No crees?
-Sí, es cierto. Es muy parecida.
Enrique lo comentó sus planes de la escuela y Gurévich se entusiasmó con ellos. Natascha les miraba cogida del brazo de Enrique. Todos podían ser felices dentro de pocas horas, pero sus risas se helaron cuando un marinero les avisó de que una fragata se dirigía hacia ellos para hacer una identificación del barco.
En ese momento, sus cuerpos se pusieron tensos y el temor a lo peor apareció en sus rostros. Cada uno debía ocupar el puesto que se les había indicado previamente para no crear suspicacias que pudiesen acarrear la catástrofe. Enrique salió a cubierta, como les había dicho el capitán.
Desde la embarcación militar se escucharon diversas frases que no sonaban nada amistosas. El capitán respondió (según le traducía Gurévich, que se encontraba a su lado) que ya estaba informado de los acontecimientos de Moscú, pero que ellos iban en busca de pescado y que le avisase sólo en el caso de que la batalla se trasladase al mar. El oficial se rió y les dio paso sin más.
Todos bajaron a los camarotes y Enrique y Natascha se abrazaron de nuevo. De sus ojos caían algunas lágrimas, lágrimas de alegría y de miedo, un miedo que se disipó pocas horas más tarde, cuando, desde cubierta, un marinero anunció que ya se veían las costas de Finlandia.
La alegría fue total. El capitán les informó que se trataba de un importante puerto pesquero fines que se llamaba Kotka, y desde allí llegarían a Finlandia sin problemas.
Por la mente de Enrique volvieron entonces los sucesos de Moscú. Le preocupaban el resto de sus compañeros de pasión y, cómo no, si realmente había estallado una guerra civil. Bueno, eso y su nueva situación, su nueva partida de ajedrez. Esta vez, entre él y Natascha.